El relámpago de Zaha Hadid

La mujer invisible. Así podría resumirse la historia de la participación femenina en la arquitectura contemporánea. No por falta de nombres, pues la lista es larga e ilustre, desde las pioneras de principios del siglo XX como Eileen Gray, Charlotte Perriand o la española Matilde Ucelay a figuras de los años 50 y 60 como Gae Aulenti o Lina Bo Bardi. Muchas de ellas destacaron pese a estar a la sombra de sus maridos, como Ray Eames, o de arquitectos de prestigio, como Marian Lucy Mahoni, que firmó muchos de los bocetos de Wright; Anne Tyng, que trabajó con Louis Kahn; y Denise Scott Brown, socia de Robert Venturi, quien se negó a asistir a la entrega del premio Pritzker al haberle sido concedido solo a él y no a su colega.

En los últimos años ha llegado el reconocimiento en forma de proyectos y premios para profesionales como Benedetta Tagliabue, Kazuyo Sejima, Carme Pigem (del estudio catalán RCR) o el dúo integrante de Grafton Architects, Shelley McNamara e Yvonne Farrell, galardonadas este año con el «Nobel» de la arquitectura. Pero si ha habido una arquitecta que rompió todos los esquemas y tabúes ha sido Zaha Hadid. La anglo-iraquí fue, parafraseando a C.S. Lewis, «un relampago en un cielo claro» desde su aparición en la escena internacional a principios de los años 80. Y probablemente nadie lo tuvo más complicado que ella para hacerse valer, ni recibió tantos portazos; pero tampoco nadie fue más inasequible al desaliento y luchó hasta acabar, por méritos propios, en el Olimpo de la arquitectura.

Cuatro años después de su prematuro fallecimiento -tenía 65 años-, la editorial Taschen acaba de publicar una monografía con la obra completa de Zaha Hadid. Y es justamente ahora, al repasar todo su ingente trabajo durante tres décadas, cuando nos damos cuenta de la brillante trayectoria de una mujer que incluso en aquellos proyectos que se quedaron en el papel sobresalía y rompía moldes.

Nacida en Bagdad e hija de un industrial que fue ministro de Finanzas de Irak, Zaha Hadid estudió la secundaria en Suiza y Gran Bretaña, y se graduó primero en Matemáticas y después en Arquitectura. Empezó a trabajar con Rem Koolhaas, pero rápidamente abrió su propio estudio en Londres, a finales de los años 70.

En 1983 ganó su primer concurso, The Peak, un club privado en las colinas de Hong Kong, donde plasmaba lo que denominaba «geología supremacista»: capas superpuestas con grandes vigas en voladizo con el propósito de crear una nueva topografía artificial. Los planos de Hadid «ampliaron los límites de lo posible mucho antes de que el sofisticado diseño asistido por ordenador [CAD] condenara a la desaparición a la estricta rejilla del movimiento moderno», explica el influyente crítico Philip Jodidio.

El proyecto no llegó a construirse y la arquitecta sobrevivió durante una década con trabajos menores de interiorismo y diseño de mobiliario, hasta que la compañía Vitra le dio la oportunidad de hacer realidad una pequeña estación de bomberos en su complejo de Weil am Rhein (Alemania). Fue un gran escaparate que resumía todas sus ideas, influidas por el constructivismo ruso de El Lissitzky: la ruptura con las reglas pero sin salirse del dibujo, la innovación, la búsqueda de líneas naturales, la fluidez, las diagonales y perpendiculares, hibridar, fusionar, desterritorializar.

El impacto en la profesión fue tremendo, pero el mundo no estaba preparado para dar los galones de la nueva arquitectura a una mujer. En 1994 ganó el proyecto de la ópera de Cardiff (Gales, Reino Unido); su diseño era tan radical que tuvo que superar varias rondas adicionales frente a competidores como Norman Foster, Rafael Moneo y el propio Koolhaas, superándolos a todos. Pero se estrelló con la incomprensión -la tacharon de elitista- y dificultades financieras por parte de los promotores dejaron el edificio en el cajón. «Dales tiempo y espacio para entenderlo -fue su reacción-. El problema es que la gente en este país ha visto tanta basura durante tanto tiempo que cree que la vida es un Tesco. Cuando la mayor aspiración es hacer un supermercado, entonces tienes un problema».

Tuvo que esperar a finales de los 90 para empezar a conseguir contratos estables y ahí ya fue imparable. La estación de tranvías de Estrasburgo, el trampolín de saltos de esquí de Bergisel (Austria), el Centro de Ciencias Phaeno de Wolfsburgo (Alemania), un museo de arte en Cincinnati (EE.UU.), otro en Copenhague, el MAXXI de Roma… En el 2004, con más obra teórica que construida, ganó el Pritzker y se convirtió en una estrella. En España lo mismo decoraba una planta de un hotel (Puerta América, Madrid) que tendía un pabellón-puente sobre el Ebro en Zaragoza. A Coruña dejó pasar la oportunidad y no eligió su propuesta para la Casa de la Historia.

En sus últimos años firmó edificios impresionantes en todo el mundo, especialmente en Asia: la ópera de Guangzhou, la terminal del aeropuerto de Daxing (Pekín, el mayor del planeta), el centro acuático de los Juegos de Londres, estadios, rascacielos… Muchos todavía se están construyendo. Es el legado de una arquitecta con genio y genial.

A Coruña, el hospital y las TIC

A Coruña es la ciudad de las oportunidades perdidas. La lista de proyectos fracasados o que permanecen en el cajón desde hace años, a veces décadas, es preocupante. En 1997 se inauguró un tranvía y menos de tres lustros después dejó de funcionar, pero ha dejado como recuerdo todo el borde litoral jalonado por unas espantosas -y carísimas- farolas rojas. En el espacio más privilegiado de la urbe se levantó un «centro de ocio» y todos sus establecimientos han acabado cerrados a cal y canto pasada una década; ni cambiándole de nombre -Los Cantones Village- consiguieron resucitar este muerto, cuyos pasillos oscuros y deprimentes es lo primero que se encuentran los turistas que llegan en trasatlántico.

Aquí dimos con la puerta en las narices a estrellas de la arquitectura mundial como Jean Nouvel o Zaha Hadid, que poco después serían galardonados con el Pritzker. El AVE lleva un retraso de muchos años, pero se va a terminar antes de que empiece a construirse la estación intermodal (las de Vigo y Ourense ya están hechas). La Casa de la Historia, la reurbanización de los terrenos del puerto, el dragado de la ría de O Burgo, la ampliación de Alfonso Molina… La lista, como digo, es larga.

Ahora le ha llegado el turno al CHUAC, en cuya necesaria ampliación se van a invertir casi 400 millones de euros. Había unos terrenos espléndidos para levantar un nuevo y moderno hospital, los dejados por la antigua fábrica de armas: 267.000 metros cuadrados que permitirían además albergar otras instalaciones sanitarias que están diseminadas por la ciudad y con unas comunicaciones excelentes, ya que están pegados a la AP-9. Pero alguien decidió que era mejor encajar el complejo en su ubicación actual, una colina rodeada de edificios y chalés -lo que exigirá costosas expropiaciones-, sin accesos y donde casi es imposible aparcar. El plan, fiel a la idiosincrasia coruñesa, permanece en el cajón.

Mientras, en la parcela de Defensa se va a montar la Ciudad de las TIC, rimbombante nombre que a mi me recuerda a la fallida Cidade da Cultura, Un parque tecnológico que podría hacerse en cualquier sitio, porque como ha demostrado la pandemia se puede trabajar, crear startups y promover la I+D casi sin salir de casa, que por algo son tecnologías de la información y la comunicación. En cambio, para atender debidamente a un enfermo sí se precisa de un lugar físico. Seguiremos esperando.

La pasarela

En el 2015 se construyó en Changsha, la capital de la provincia china de Hunan, un rascacielos de 57 pisos en solo 19 días. Este hito, que se puede ver en un time lapse en Internet, se consiguió gracias a la técnica de construcción modular y mediante piezas prefabricadas; una tecnología que tiene ya varias décadas y se aplica no solo a edificios, sino también en la producción de vehículos, ordenadores personales, electrodomésticos…

También en China, y en el mismo año, se batió un récord al reemplazar el viejo puente de Sanyuan, en Pekín, por uno nuevo en 43 horas: un día entero se empleó en desmantelar la antigua estructura, y 19 horas en dejar listo el flamante paso elevado.

Viene todo esto a cuento porque ayer se inauguró en A Coruña una pasarela peatonal cuya construcción ha llevado nada más y nada menos que dos años. Los miles de automovilistas que circulamos a diario por la carretera de Baños de Arteixo hemos sido testigos de la evolución de esta obra de ingeniería, que une mediante una suave y elegante curva el polígono industrial de A Grela y la zona comercial de Marineda City.

Repasemos los mejores momentos. En diciembre del 2017 la Consellería de Infraestructuras adjudicaba la construcción de la pasarela y calculaba que los trabajos durarían nueve meses. Pero el parto sería más doloroso. En abril del 2018 lo único que se había hecho era cerrar una calle -que lleva el nombre del insigne científico Isaac Newton, por cierto-, y en junio se procedió a cortar al tráfico uno de los carriles de la AC-552. No fue hasta el mes de octubre cuando comenzaron los trabajos de cimentación, y la Xunta, plena de optimismo, aseguraba que las obras terminarían antes de acabar el año. Pero «las cosas de palacio van despacio» y, mientras Abel Caballero iluminaba Vigo con millones de leds, nuestra pasarela entraba en el 2019 in progress. En septiembre pasado se colocaron las barandillas, se terminó de pintar y se hicieron las pruebas de carga. Todo estaba listo pero, ¡mecachis!, el mal tiempo retrasó la puesta en servicio de la infraestructura. Podemos sacar pecho: la ampliación de Rande -primera del mundo de un puente atirantado, de seis a ocho carriles y sobre la ría- tardó 45 meses.

Blue Ridge Parkway: la ruta favorita de América

«Casi el Paraíso». El clásico de John Denver Take Me Home, Country Roads exalta el paisaje rural del oeste de Virginia, uno de los dos estados por los que transcurre la Blue Ridge Parkway. «La vida es vieja allí / más vieja que los árboles / Más joven que las montañas / soplando como una brisa», dice la canción. Y para apreciarlo nada mejor que recorrer esta carretera escénica de 755 kilómetros, que conecta los parques nacionales de Shenandoah y Great Smoky Mountains, este último en Carolina del Norte.

La ruta fue creada exclusivamente con fines turísticos y transcurre en su mayor parte por la Blue Ridge, una cordillera de los montes Apalaches cuyos perfiles azulados se pierden en el horizonte. No pasa por absolutamente ninguna población, y serpentea por la cresta de las montañas, bosques y valles, con un trazado de suaves curvas y en el que la velocidad máxima está limitada a 45 millas (poco más de 70 kilómetros) por hora.

El otoño es la estación perfecta para viajar por ella, porque la inmensa masa arbórea muda de color y se convierte en un espectáculo de hojas amarillas, rojas y anaranjadas. En cualquier estación es posible ver ciervos, águilas, ardillas y osos negros, y en verano el canto de los grillos es audible incluso cuando vamos conduciendo. Una opción muy recomendable es hacerlo a bordo de un descapotable, porque los precios del alquiler son asequibles (un Ford Mustang o un Chevrolet Camaro convertibles salen por alrededor de 65 euros al día) y la gasolina también es mucho más barata que en Europa (el equivalente a 0,75 euros el litro).

Pero más allá del paisaje -sin salir de Galicia hay zonas como O Courel igual de bonitas-, lo realmente singular de esta carretera es lo cuidada que está. Cada cinco o diez kilómetros hay un mirador, la hierba de los arcenes está perfectamente segada y hay centros de interpretación repartidos por todo el recorrido. Estos edificios de una planta, de piedra y madera, incluyen todo tipo de servicios (por supuesto, también la inevitable tienda de souvenirs) y personal que ayuda con cualquier problema que pueda surgir. Los aficionados al senderismo disponen de numerosos caminos, en general aptos para todas las edades, que se adentran en la naturaleza y permiten acceder a ríos, cascadas y algunas cumbres. La señalización es excelente y hay una guía gratuita con todos los trails, puntos de interés e informaciones útiles (por ejemplo, dónde coger una intersección para repostar, ya que no hay gasolineras en la ruta), además de una aplicación móvil (Blue Ridge Parkway Travel Planner).

No está permitida la acampada libre, pero existen diversas áreas de descanso con espacio para pernoctar en autocaravana y tienda de campaña. Los únicos alojamientos in situ son el Peaks of Otter Lodge, un precioso hotel de montaña al borde de un lago, levantado en 1966, y el Pisgah Inn, cerca de Asheville.

La construcción de la Blue Ridge Parkway comenzó en 1935 dentro de un proyecto impulsado por el presidente Roosevelt para paliar el desempleo durante la Gran Depresión. En las obras, que se prolongaron hasta 1966 -un pequeño tramo de 15 kilómetros se completó en 1987- tuvieron un importante papel emigrantes gallegos, principalmente de Terra de Montes. Su dominio del labrado de la piedra ha quedado registrado en los bloques que forman los pretiles de la carretera y otras piezas de cantería utilizadas en muros, puentes y túneles. Algunos, como Manuel Dapena, regresaron a Galicia tras media vida trabajando en las minas de carbón de Virginia y Carolina del Norte, y otros, como José y Frank Troitiño, se asentaron allí y fundaron boyantes empresas de construcción que todavía hoy perviven.

La Blue Ridge continúa al norte por una ruta similar, la Skyline Drive, aunque más corta (169 kilómetros) y que a diferencia de la primera exige un peaje de 30 euros por vehículo. Un consejo útil: evite atracciones turísticas como Granfather Mountain (se puede subir a pie, si va en coche hay que pagar la friolera de 22 euros por persona) o Blowing Rock, y disfrute del majestuoso escenario que, como dice la canción de John Denver, le hace a uno sentir que ha vuelto a casa, «al lugar al que pertenezco».

Oficinas para la desconexión digital

Científicos de la Universidad de Yonsei (Corea del Sur) descubrieron recientemente que el aumento de energía que requiere responder al flujo constante de información está provocando tensión física y psicológica en los empleados. Cada vez es más evidente que el estrés asociado al agobio tecnológico puede afectar a nuestra vida laboral y personal, influyendo en la motivación. Esta situación se agudiza todavía más en las generaciones Z y millennial, formadas por nativos digitales, ultraconectados y a los que se les hace realmente difícil deshacerse -aunque sea por unos minutos- de sus dispositivos móviles.

Esta dependencia tecnológica ha llevado a que algunos gobiernos y empresas reconozcan ya el derecho a la desconexión digital y estén tomando medidas para asegurar el descanso tecnológico de los trabajadores. Francia aprobó en el 2017 una ley que otorga a los empleados de empresas compuestas por más de 50 personas el derecho legal a ignorar los correos electrónicos recibidos fuera del horario laboral. Ese mismo año se aprobó una ley similar en países tan dispares como Italia y Filipinas.

En España, el año pasado entró en vigor la Ley Orgánica de Protección de Datos Personales y Garantía de los Derechos Digitales, que fija el derecho de los trabajadores a la desconexión digital en el ámbito laboral, protegiendo su tiempo libre y destacando la no obligación de atender llamadas ni correos fuera de su horario de trabajo.

Hay otros países como Alemania que no cuentan con esta legislación, pero ya son muchas las grandes compañías -como Allianz, Volkswagen y Daimler- que se han encargado activamente de limitar la cantidad de conexión que tienen sus empleados cuando no están en el trabajo. Reconocen que la sobreestimulación digital puede tener consecuencias negativas en la capacidad de concentración, afectar a la vida laboral y también a la personal, provocando falta de motivación y disminuyendo los niveles de productividad.

Para evitar esta dinámica, los expertos recomiendan crear espacios en los entornos de trabajo destinados a estar desconectados. Algunas empresas han llegado a prohibir o confiscar teléfonos en el trabajo, pero hay soluciones mejores. IWG Group, una multinacional de gestión de espacios de trabajo, apuesta por oficinas flexibles con departamentos sin tecnología en los que los profesionales pueden interactuar cara a cara y disfrutar de un momento de ocio y desconexión.

Las oficinas flexibles son una opción ideal para quienes han convertido su domicilio en su espacio de trabajo y tienen dificultades para desconectar de la rutina laboral.

Trabajar en remoto, fuera de la oficina, es algo que se encuentra cada vez más extendido, incluso en España. Pero hay que tener en cuenta que algunos lugares no son realmente productivos para trabajar, ni cuentan con el equipamiento necesario para desarrollar la actividad laboral correctamente. «Hace unos meses hicimos un estudio en el que la mitad de los españoles admitía que trabajar desde casa puede disminuir su rendimiento profesional por la gran cantidad de distracciones que tienen», explica a La Voz de Galicia Philippe Jiménez, country manager en España y vicepresidente de Ventas de IWG para el sur de Europa.

La solución a estos inconvenientes son espacios que permiten, por un lado, desarrollar una idea de negocio en un espacio equipado con las últimas tecnologías, luminoso y rodeado de otros profesionales; y por otro, adaptarse a unos horarios cambiantes y a la capacidad económica de cada profesional en cada momento.

Esta forma de co-working, que IWG Group (antes Regus) hace posible con su división Spaces, está presente en varias ciudades españolas. «Somos conscientes de que los asuntos confidenciales no pueden tratarse en espacios compartidos -reconoce Jiménez-. Contamos con espacios de oficinas privadas, por un lado, y con un business club con espacios de trabajo compartido por otro lado, por lo que una compañía que necesite privacidad puede disponer de su propia oficina y, además, hacer uso del business club para relacionarse con otros profesionales».

Además de lo anterior se ofrecen salas de diferentes tamaños que pueden reservarse por horas para reuniones, workshops, seminarios o incluso eventos privados. También cuentan con cabinas individuales e insonorizadas que permiten a los profesionales realizar llamadas telefónicas o conferencias en las que se necesita más privacidad.

Philippe Jiménez también destaca que «este modelo laboral está impulsando la inclusión y la diversidad en el lugar de trabajo al lograr aliviar algunos de los retos a los que se enfrentan los trabajadores y, muy especialmente, las mujeres». Según una encuesta propia, el 50 % de los empleados de todo el mundo están trabajando fuera de su oficina principal al menos 2,5 días a la semana y el 85 % de ellos confirman que la productividad ha aumentado.

Ive

A finales de diciembre, Jonathan Ive dejará Apple después de 27 años trabajando para la compañía. Entró en la manzana en su época más oscura, en 1992, cuando ya no quedaba nada de la empresa que Steve Jobs había cofundado y que todavía dirigía John Sculley, el vendedor de Pepsi-Cola que había despedido siete años antes al creador del Macintosh. Cuando Jobs volvió a tomar las riendas de Apple en 1997, se deshizo de todo y solo conservó a Ive. Él sería el genio del diseño que haría realidad los sueños tecnológicos de una generación.

Primero fue el iMac G3 todo en uno, con la pantalla y las tripas unidas en una carcasa de policarbonato translúcida. Después el Power Mac G4 Cube, embutido en un cuerpo de metacrilato y que no necesitaba ventilador porque expulsaba el calor por convección. Luego llegaría el iMac G4 o lamparita (por su parecido con Luxo, la mascota de los estudios Pixar), con su base semiesférica y su pantalla plana cuando todavía vivíamos en un mundo de monitores CRT.

El iPod, los portátiles MacBook de aluminio, el iPhone, el iPad… La carrera de Jony Ive está repleta de hitos del diseño que la competencia no tardaba en replicar (¡ay de aquél que no lo hiciese!). Un ejemplo: los auriculares inalámbricos AirPods, su penúltimo éxito, cuyas copias en versión low cost se ven hoy en millones de orejas. Antes, cuando todavía no existía la tecnología Bluetooth, había decidido que el cable fuera blanco para que todo el mundo supiese que quien se acercaba escuchando música lo hacía con un reproductor mp3 de Apple.

Ive es un mago del diseño industrial, el equivalente a lo que Dieter Rams fue para Braun, David Lewis para Bang & Olufsen o Richard Sapper para IBM. ¿Por qué se va? La explicación oficial es que quiere fundar su propio estudio, LoveFrom, junto al también británico Marc Newson. Quizá se ha cansado del mundo de la tecnología y buscar abarcar nuevos sectores (muebles, automóviles, viviendas…). Yo tengo mi teoría. El diseño de Apple sigue siendo exquisito, pero ya no inimitable, y desde luego ya no es práctico. La forma se ha impuesto a la función, y la cuenta de resultados a las necesidades reales del usuario.

Noruega impulsa centros de datos verdes

La creciente demanda de intercambio de datos y la cantidad de información almacenada en la nube ha creado la necesidad de construir espacios de almacenamiento y procesamiento de mayor tamaño. Solo el volumen de datos que se produce a nivel mundial cada semana supera al que la humanidad ha generado en los últimos mil años. Y todo parece indicar que para el año 2025 el mundo producirá anualmente 180 zettabytes (ZB) de datos. Para hacerse una idea de lo que esto significa: un zettabyte es un trillón de gigas.

El sector de las tecnologías de la información y la comunicación (TIC) debe ser pionero en la adopción de soluciones tecnológicas verdes contribuyendo a la mejora de la eficiencia energética y, por tanto, a la sostenibilidad económica y medioambiental. Según la empresa Cisco Systems, el número de centros de datos a hiperescala en el mundo aumentará de 259 en el 2015 a 485 el próximo año. Algunas de las instalaciones que actualmente almacenan información consumen más energía de la que pueden utilizar países de gran tamaño ya que funcionan 24 horas, 7 días a la semana y bajo condiciones muy concretas de temperatura y humedad. Esto hace aún más importante que su electricidad proceda de fuentes cien por cien renovables y que dispongan de sistemas que reduzcan las emisiones de carbono.

Precisamente, las condiciones medioambientales de Noruega favorecen que este país se convierta en una superpotencia para los centros de datos verdes. Desde finales del siglo XIX, el desarrollo industrial del país ha estado estrechamente vinculado al desarrollo de la energía hidroeléctrica: su clima, sus recursos hidráulicos y la temperatura de su agua favorecen la refrigeración de los servidores de los centros de datos. El país escandinavo ha sabido aprovechar la ventaja que le ofrecen sus condiciones climáticas y lo combina con tecnología pionera que convierte estos espacios en sostenibles y con el mínimo impacto ambiental.

La compañía Kolos está construyendo en la actualidad uno de los centros de datos más grandes del mundo, con una extensión de 600.000 metros cuadrados, junto a la ciudad de Ballangen (al norte de Noruega). La planta dispondrá de una potencia de procesamiento de más de 1.000 megavatios y será alimentada exclusivamente por energía renovable a partir de fuentes hidráulicas y eólicas. El clima fresco y estable del norte de Noruega y la proximidad del agua proporcionarán enfriamiento natural a los servidores del centro.

Otra empresa pionera en la construcción de centros de datos energéticamente eficientes y sostenibles es Green Mountain. Algunas de sus instalaciones se sitúan en los fiordos noruegos para aprovechar la electricidad procedente de fuentes hidroeléctricas y la temperatura que el agua proporciona a 8 grados centígrados, que contribuye a la refrigeración y a mantenerla siempre a una temperatura idónea.

El sistema de refrigeración lleva el agua desde el fiordo a la estación sin utilizar energía eléctrica, únicamente con la ayuda de la gravedad, y sin hacer uso de gases refrigerantes, lo que asegura que es una planta sostenible y de cero emisiones.

Por su parte, el Lefdal Mine Datacenter podría convertirse en el centro de datos subterráneo más grande del mundo, con 120.000 metros cuadrados de espacio para equipos y una capacidad máxima de 250 megavatios. Situado en una antigua mina a más de 600 metros de profundidad en la región de Sogn og Fjordane, está dividido en 75 salas y construido en espiral, para favorecer el acceso a todos los niveles.

Su sistema es también cien por cien renovable gracias a que obtiene el suministro energético proveniente de una central hidroeléctrica cercana. Además, aprovecha las ventajas que presenta una mina para conseguir reducir el gasto en la refrigeración y ser así más eficiente.

En el Ártico

Pero en el país nórdico no se quedan aquí y llevan a cabo una búsqueda de otras soluciones sostenibles para el almacenamiento de datos. Artic World Archive, nacido de la colaboración entre Piql y Store Norske Spitsbergen Kulkompani, es una alternativa a la nube que permite almacenar cualquier tipo de información (documentos, imágenes, sonidos, vídeos) y que promete una conservación más segura al no existir la posibilidad de piratería o manipulación.

El almacenamiento se hace desde el archipiélago Svalbard, una de las ubicaciones más remotas y geopolíticamente estables de la Tierra. Todos los datos Piql se almacenan en una película y las condiciones climáticas en el Ártico son ideales para el archivo de estos materiales a largo plazo, por lo que no requiere del uso de electricidad para mantener los datos vivos durante los próximos siglos, convirtiéndose así en una solución de cero emisiones.

El negocio de la iluminación conectada

La iluminación LED (light-emitting diode o diodo emisor de luz) está cambiando la presencia de muchos objetos de uso diario, además de creando ambientes en hogares y espacios comerciales de una forma que antes solo era posible con muchas limitaciones y un elevado consumo de energía. Una muestra de las posibilidades de esta tecnología son las populares bombillas conectadas, que permiten encenderlas y apagarlas con el móvil a través de una aplicación, graduar la intensidad, la temperatura del color y, por supuesto, elegir entre millones de tonos y configurar efectos sorprendentes.

El incipiente negocio que se vislumbra alrededor de la iluminación IoT tiene un nombre propio: Signify, líder mundial en este sector para profesionales y consumidores. Sus productos, bajo las marcas Philips e Interact (sistemas conectados), están presentes en casas, edificios y espacios públicos. Con unas ventas de 6.400 millones de euros el año pasado, 29.000 empleados y presencia en más de 70 países, esta compañía holandesa brilla con luz propia.

Recientemente Signify (en Euronext opera con el código LIGHT) adquirió WiZ Connected, una firma con sede en Hong Kong que ha desarrollado WiZ, el ecosistema de iluminación conectada basado en Wi-Fi. La suma de WiZ permite a Signify expandir su liderazgo, tal y como explicó su consejero delegado, Eric Rondolat: «Estamos muy satisfechos de unir fuerzas con el equipo de WiZ Connected, quienes han desarrollado una gran plataforma tecnológica que permite dirigirse a una base de clientes más grande en el creciente mercado de la iluminación basada en Wi-Fi. Nos ayudará a continuar brindando a nuestros clientes una rica experiencia de luz y de uso intuitivo».

Por su parte Jean-Eudes Leroy, su homólogo en WiZ Connected, destacó su solución como «una plataforma de IoT abierta, accesible a todos los proveedores de material eléctrico e iluminación. Junto con Signify, alcanzaremos una mayor audiencia de nuevos clientes con nuestra solución escalable y fácil de usar».

Más allá de las declaraciones, algunos de los productos que ya están en el mercado revelan las posibilidades de una tecnología que lleva ya algunos años entre nosotros pero que poco a poco empieza a abrirse paso a nivel doméstico. Los más conocidos son las bombillas Philips Hue (blancas o con color) y que posibilitan transformar los espacios y adaptarlos a distintas necesidades (trabajo, lectura, entretenimiento, visionado de películas…). Se trata de todo un sistema que se maneja desde una app propia que facilita el control de la iluminación en distintas estancias, en cada una de las cuales puede haber varios puntos de luz funcionando al mismo tiempo. Cuenta también con interruptores físicos y sensores de movimiento y permite ir añadiendo más bombillas o lámparas a la red según las necesidades del usuario.

Entre las últimas incorporaciones destaca la lámpara Hue Go, una semiesfera sin cables de 300 lúmenes y tres horas de autonomía (también puede trabajar conectada a un enchufe) que incorpora varios efectos dinámicos naturales: acogedor, café de domingo, meditación, bosque encantado, aventura nocturna…

Otra propuesta es Hue Play, una barra de luz compacta y versátil que puede combinarse de múltiples formas para ofrecer distintas experiencias. Crea un efecto iluminación indirecta y puede instalarse tanto horizontal como verticalmente al lado de la televisión o detrás de un monitor para crear un contraluz en la habitación.

Los espejos con iluminación Hue Adore o las luminarias de exterior son otras líneas de Signify, que también acaba de asociarse con Razer para entrar en el nicho de los videojuegos. Razer Chroma, el mayor ecosistema de iluminación para periféricos de gaming, ya está integrado en Apex Legends, el juego que ha tomado el relevo de Fortnite como gran éxito del género battle royale. Los usuarios pueden así disfrutar de efectos de luz al ritmo del juego, reaccionando en base a interacciones y eventos durante la partida. Con la app Synapse 3.0 estos efectos pueden extenderse más allá de los periféricos Razer y disponer de ellos en los dispositivos Philips Hue.

Competencia china

Las marcas chinas han visto el potencial de este mercado y las más adelantadas, como Xiaomi, ya lo están explotando. Su bombilla Mi LED Smart Bulb ofrece iluminación RGB (16 millones de colores) y una configuración del brillo entre 80 y 800 lúmenes. La temperatura del color también es variable (1.700-6.500 K) y dispone de modos como los que simulan un amanecer, una puesta de sol o el centelleo de una vela. Mi LED Smart Bulb puede ser controlada por la voz, a través de Amazon Alexa o el asistente de Google, y su vida útil se estima en 25.000 horas. Todo un desafío low cost (el precio oficial es de 19,9 euros) en un negocio que cada vez brilla con más fuerza.

La Domus, nuestra ópera de Sydney

A Coruña por fin lo ha conseguido. Después de numerosas ocasiones perdidas (Nouvel y el Palexco, Zaha Hadid y la Casa de la Historia), ya puede decir que tiene un Pritzker en su geografía urbana. La Domus (ya no podemos llamarla Casa del Hombre, es políticamente incorrecto y atenta contra ‘el lenguaje inclusivo, la igualdad de género y el empoderamiento de la mujer’…) es un hito maravilloso en medio del desorden de la fachada marítima. A pesar de sus problemas de mantenimiento y de que su contenido -una propuesta museística de vanguardia en su día- no se haya renovado. Encajonada entre la vieja cantera y los edificios del barrio de Monte Alto, es nuestra ópera de Sydney, con su plinto de granito y su vela única de pizarra hinchada frente a la bahía.

Por si alguna antigua autoridad local tiene la tentación de sacar pecho, ahí están también las farolas rojas, el obelisco Millenium, el centro de ocio y el tranvía (guardado en sus cocheras), como recuerdo de que no todo fue tan afortunado como la asociación entre un japonés y un gallego, el pontevedrés César Portela.

Isozaki es un heterodoxo. Ha transitado desde el brutalismo japonés de finales de los 60 al deconstructivismo de los primeros 80 y, después, a un cierto organicismo que le lleva a compartir proyectos con artistas pop como Anish Kapoor. Personalmente prefiero a Tadao Ando, pero Arata siempre será nuestro Pritzker.

Gallego Jorreto, solidez y sinceridad

En cierta ocasión entrevisté a un ingeniero español muy conocido en la profesión, una autoridad en puentes, y, al preguntarle sobre Santiago Calatrava y sus extravagantes estructuras, sentenció: «Calatrava crea problemas para después resolverlos». Manuel Gallego Jorreto es todo lo contrario, su trabajo parte de la premisa de que una obra debe resolver problemas ya existentes, no crearlos. Bastantes complicaciones tiene ya la arquitectura: dar respuesta a las necesidades de un programa, ajustarse a un presupuesto, satisfacer el gusto estético del cliente (y, a la vez, permitir al autor imprimir su sello personal), lidiar con la normativa urbana, respetar el medio en el que se ubicará el edificio y los materiales propios de la cultura local… Para todo ello encuentra solución Gallego Jorreto en sus proyectos, porque la misión de un arquitecto no es construir, sino proyectar. Es este un verbo que, aplicado a la profesión, no encuentra acomodo en la definición que hace el Diccionario de la RAE. No es solo planificar o dibujar unas líneas en un plano (miles de líneas, miles de horas), que también, sino crear algo «firme, útil y bello» rodeado de unos condicionantes muy estrictos. Hay que tener alma de poeta, pero sin que los versos se impongan a la técnica y la razón.

De la arquitectura de Manuel Gallego me quedo con la piedra. No voy a caer en esa cursilada de «tradición y modernidad», porque la construcción tradicional también fue en su día la más moderna (y lo sigue siendo, por encima de muchas cosas que se hacen en la actualidad). Me refiero a esa capacidad de expresar con algo tan primigenio como el granito el núcleo duro de un país, Galicia. A la forma de cortar la piedra y de disponerla para que ese arte de proyectar del que antes hablaba tenga sentido. La piedra de Manuel Gallego es un homenaje a una tierra de canteros que lo mismo labraban un pórtico de la Gloria que construían una carretera como la Blue Ridge Parkway de EE.UU. Es esa solidez y sinceridad que expresan los muros del Museo de Bellas Artes de A Coruña, donde merecería la pena entrar aunque no hubiera nada expuesto en sus paredes.